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El privilegio

Estoy tan feliz de que estés inafectado por estos problemas, pero yo no lo estoy.

September 16, 2017

“Quiero que mis amigos entiendan que “estar mamados de las denuncias sociales y la política” es privilegio en acción. Su privilegio les permite tener una existencia sin denuncias sociales ni política. Su riqueza, su educación, su raza o su género les permite vivir una vida en la que muy probablemente no van a ser blanco de intolerancia, ataques, abusos o genocidio. Ustedes no se quieren volver políticos o activistas, no quieren pelear porque sus vidas y su seguridad no están en juego.

Es difícil traer a colación temas de opresión, es decir, “ponerse político”. La pelea es agotadora. Lo entiendo. La autoconservación es esencial. Pero si encuentran a las denuncias sociales y la política tan molestas, y solo quieren que todos nos llevemos bien, por favor sepan que hay gente que está literalmente luchando por sus vidas y por su seguridad. Puede que no lo vean, pero eso es lo que el privilegio hace.

Lo anterior ha estado rotando en internet desde hace unas semanas, fue escrito por la estadounidense Kristen Tea. Muchos somos culpables de lo sintetizado, de vivir en el privilegio de poder rechazar las formas gastadas de discusión. Los mensajes positivos tienden a ser cursis cuando la intención es complacer con lugares comunes que terminan perdiendo todo significado, por eso me gusta tanto este, el cual apunta a todo lo contrario. Los vicios del privilegio.

Hace unos meses pude vivir ese privilegio rechazándome a mí, Oriana Castro. El circo de las redes no constituye un ambiente precisamente formal como para protestar con tanta gravedad todo lo que leí sobre mí, pero tuvo un impacto casi traumático: ex-colegas que respetaba ofendidos porque una periodista los llamara “Cerdos” y no por las denuncias adicionales a la mía que aliviaban la escogencia de su título; memes por Whatsapp y Twitter sobre la situación, o la peor de todas, el silencio absoluto de todos los directos implicados.

Me gusta la política y la historia, y cuando más feliz soy es cuando estoy teniendo una buena discusión intelectual. Pero mis amigos están mamados. Es una bazofia, supongo. Son mis amigos, pero todo de lo que quiero hablar no se los puedo decir a ellos. No niego que en algún momento me asustó y atravesé la crisis de la mujer joven que se siente sola y vieja antes de tiempo, mal vista por la sociedad, insegura; pero afortunadamente no me duró mucho, apenas lo necesario para descartar restarme de la ecuación de la vida.

En vez de culpar a la sociedad, que es también una forma socarrona de no asumir la responsabilidad de lo que uno mismo se inflige, he preferido deshacerme de mis juicios sobre mi valor o sobre mi participación en los eventos pasados, de los cuales me siento, por fin, liberada. Todo lo que hice lo hice por la razón que terminó siendo acertada para mí y era que ninguna mujer que estuviera pasando por algo similar se sintiera sola en esto, como yo me sentí. Desde el primer artículo en mi blog, resumido en la revista Vice y lo único escrito de principio a fin por mí, fui clara en que no me importaban las etiquetas, los cuchicheos ni lo que decidieran llamarme para que les ayudara a entender mejor el mundo.

Sabía que desafiar el perfecto Síndrome de Estocolmo del medio a causa de un ambiente de fiestas, trago gratis y camaradería traería sus consecuencias. Pero jamás imaginé que fueran las otras 24 historias de acoso sexual y laboral las que me dejarían vuelta un ocho. Aquella época, lejos de despertarme alguna nostalgia o sentido de justicia, ahora evoca en mí un profundo agotamiento y tristeza.

A muchas personas no nos gusta ser llamadas víctimas, pero reconocemos que en un contexto legal esta es la palabra que tiene que ser usada, incluso si han pasado muchos años desde que el presunto delito tuvo lugar. No es nuestro trabajo decidir sobre la validez de las quejas presentadas. En este caso particular, el mundo se me vino al suelo cuando otra víctima me contactó por Facebook con su caso. Fue con su jefe directo en una agencia de medios también muy reconocida.

Ella tenía mucho miedo de contarme su historia, creo que desconfiaba de mis motivos por suplicarle que me contara. Así que nos reunimos cuatro mujeres más con Catalina Ruiz Navarro, la periodista del infame título de los Cerdos, y desnudamos nuestras vergüenzas. Mi papá viajó a Bogotá para acompañarme y en su calidad de abogado se ofreció a escucharnos para ver qué podríamos hacer legalmente. Yo fui la primera y se abrió así una compuerta peregrina para todos los presentes.

La segunda mujer me dejó apesadumbrada. Le pasó tres veces en tres agencias diferentes y cuando hablaba se notaba el esfuerzo que debía hacer para no dejarse afectar por los abusos que ella sintió y que, por primera vez, frente a unas extrañas, transformada en palabras. Pasó la tercera y yo sentía más fuerte el nudo en el estómago, la mezcla depravada entre la injusticia, la rabia y la impotencia que se enquista en el cuerpo cuando no se saca. La cuarta, la tan esperada, habló. Todas escuchábamos atentamente su historia cuando dijo “Comencé a vomitar. Todo lo que comía lo vomitaba, no lo podía evitar y me enfermé terriblemente. Perdí mucho peso y me vestía con la chaqueta más grande que tenía para que el tipo no me viera. Fui al médico, me diagnosticaron una gastritis severa. Yo que amaba comer, ya no podía hacerlo tranquila. Cuando salía de la clínica, triste y confundida por no saber qué me pasaba, el doctor me llamó y me dijo “A usted le está pasando algo en el trabajo. ¿La están acosando?”.

Puse silencio en el micrófono y miré a mi papá que estaba sentado al frente mío. Él miraba al suelo, se mordía los cueritos de los dedos y estaba pálido. “Pa…” le dije, “¿estás escuchando?”. Me miró bajando sus dedos y me respondió “Lo mismo suyo, Oriana”.

Después, conocí a una mujer que tenía todas las pruebas para denunciar a la directora de recursos humanos y a la agencia en la que trabajamos. Ella había reportado su situación, tenía grabaciones de sus reuniones, correos, todo. Ambas nos alegramos mucho cuando vimos su ingenio al reaccionar con semejante recelo, la admiraba y la envidiaba. Se reunió con uno de los abogados que me ofreció sus servicios y ¡se presentó el bloqueo más sardónico del mundo! Ella quedó muy desanimada. Se enfermó gravemente y a los pocos días le brotó un tumor en el paladar.

“¿Por qué por la boca?” no paraba de preguntarme con rabia los meses que le siguieron al circo. Comprobé la sanción física que algunas tuvimos que pagar por nuestro silencio o por no conectar razón con sensación, la de no poder alcanzar la justicia que necesitamos estando tan cerca, la que todavía nos hace mirarnos al espejo con compasión y preguntarnos ¡¿cómo hijueputas terminamos así?! Sacamos físicamente lo que nos tocó tragarnos por conservar un trabajo que pensábamos necesitar. Cuáles memes, cuáles falsos amigos. No saber lidiar con las historias de otras víctimas y hacerlas tan mías como suyas destrozó toda la barrera emocional que yo había puesto a mi alrededor antes de salir al ruedo de la denuncia pública.

Creo que no puede haber una carga más insoportable y maravillosa que esa, pero en la misma proporción ocurre la implacable vigilancia sobre mis actos desobedientes, si caigo, si digo, si viajo, si alguien me desea públicamente feliz cumpleaños o no, mejor por privado para que mis ex colegas no piensen mal, si dan like, si no. No se tomen tan en serio, yo ya no lo hago.

Una palabra tan pura como ‘mujer’ ya no se puede pronunciar en este país sin dejar un reguero de odio y misoginia. El acoso sexual sigue siendo un pecado propio de las mujeres, pues somos las únicas putas y las únicas que abortamos, pero cuando hablamos nos castigan con más dureza por las autoridades morales, como otras mujeres que todavía no han vivido o reconocido algo similar. Ese es el privilegio de esas mujeres y deseo que nunca vivan semejante situación. Pero no se atrevan a decir que nuestras historias son falsas porque ustedes no han vivido algo así. No sean arrastracueros.

Sé que mi privilegio ha sido el de ser la única de todas las 24 que pudo hablar sin la condición de perder su trabajo y de lo único que me arrepiento es de no haberme arriesgado más temprano a corroborar mi verdadero valor como persona y como mujer.

Seguiré reconociendo mis errores, que son millones, y respetando las opiniones con las que no esté de acuerdo; pediré perdón, observaré a mi ego en acción y me reiré de él en vez de burlarme de los demás. Vigilaré mis juicios, me perdonaré a mí misma por no ser perfecta y les seguiré la pista a mis deseos de venganza, que en estos momentos deben ser muchos para ambos lados de esta historia.

A pesar de que no hay nada malo en estar desinteresado en las denuncias sociales y la política, para otras personas estar desinteresadas de ellas no es una opción. Especialmente por la situación de desmovilización de las FARC, los casos de corrupción que afectan a minorías y poblaciones enteras, la imparcialidad para ellos simplemente deja de ser una opción. Los ataques a mujeres sin discriminación de edades, raza o estrato, un gobierno que nos mete leyes desacertadas mientras nos pone a volar con la navidad o la visita del Papa, y la lista sigue y sigue. La política puede que no sea su asunto, amigos, pero, por favor, consideren tomar acción no por su beneficio sino por el de otros que no tenemos otra opción.